viernes, 13 de septiembre de 2013

¡Deja de quejarte!

El fin de semana anterior mi mami comenzó a sentirse un poco mal. Le tomaron la presión arterial y resulta que se le había "disparado". Estaba alta, bastante arriba de los límites normales. Decidimos salirnos de la iglesia e irnos-un día domingo- al grandioso Seguro Social.

A pesar que una doctora amiga nos recomendó con uno de los médicos de turno, nos tocó esperar mucho tiempo. Si ustedes conocen el ISSS, sabrán de lo que les habló. PACIENCIA es una buena palabra para describir lo que desarrollas estando ahí. Y parece que el día domingo todo sucede aún más lento.

Mientras esperábamos que el eficiente equipo de médicos almorzara (todos se fueron al mismo tiempo), les confieso que empecé a quejarme en voz alta, pero sobre todo, dentro de mí. Empecé a quejarme de todo: del pésimo servicio, de que la gente ni te ve a los ojos, de que el seguro privado de mi mami no le cubre los problemas asociados a la hipertensión, que mucho se tardan, etc, etc.



 De pronto, no sé por qué, pero empecé a fijarme en la gente a mi alrededor: Una joven con un evidente problema neurológico que no dejaba de saltar en su silla; un joven con dos ancianitos, cada uno en su silla de ruedas, y él atendiéndolos a los dos; una señora acostada en una camilla a medio pasillo quejándose del dolor, con un suero en su brazo. 

Pero lo que más llamó mi atención fue un señor de unos 50 años, con una camisa tipo polo con rayas blancas y amarillas, que andaba caminando por un rato, se sentaba unos minutos, y luego se asomaba con frecuencia a la puerta de Máxima Urgencia, a tratar de ver qué ocurría adentro desde una pequeña ventanita. Era obvio que algún familiar suyo estaba en esa sala. Ví su cara, la puedo describir como cara de preocupación. Me empecé a preguntar quién estaba ahí adentro, ¿su esposa? ¿un hijo? uno de sus padres?. Créanme que me contagié de su angustia, deseé poder hacer algo por él.

Varios minutos después entendí lo que Dios estaba mostrándome. Mi problema en ese momento no se comparaba con lo que otros estaban pasando. Mi mamá estaba consciente, hablando conmigo, con deseos de comer y su vida no estaba en peligro. Algunas de las personas en el mismo hospital si estaban sufriendo, física y emocionalmente. A mi mamá le dieron una pastilla especial y su presión arterial bajó. Nos fuimos del hospital varias horas después y el señor de la camisa con rayas blancas y amarillas permanecía ahí, en la misma rutina, caminando de un lado a otro, sentándose por ratos y mirando por la ventanita de "la Máxima", como la llaman los empleados del lugar.

Es tan fácil volvernos egocéntricos y pensar sólo en nosotros. Pero de vez en cuando es bueno fijarnos en los demás. Siempre hay alguien con más dificultades que nosotros, siempre hay alguien más necesitado, siempre hay alguien con menos fe y esperanza, siempre hay alguien que ni siquiera sabe cuánto Dios le ama.

Yo pasé esa noche acordándome del señor de la camisa con rayas blancas y amarillas, oré varias veces por su familiar enfermo, y eso me sirvió al mismo tiempo para darle gracias a Dios por la salud de mi mamá. 

Cada vez que tengamos ganas de quejarnos, sería bueno empezar a fijarnos en las pruebas de otros. Les aseguro que es un buen ejercicio para sacudir la queja de nuestras vidas.

"No se quejen" Santiago 5:9 (TLA)



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